Dos discursos paralelos, similares y diferentes. Juzquen por Ud. mismos:
Amazonía y Explotación PetroleraPor Humberto Campodónico
En los últimos años el número de concesiones para la exploración y explotación de hidrocarburos en la Cuenca Amazónica sudamericana ha aumentado considerablemente. Así, en el 2002 el número de bloques totales era de 30, quintuplicándose a 151 bloques en el 2007. La mayoría de los bloques están en la etapa de exploración: 67% en el 2000 y 89% en el 2007. Esto evidencia que los gobiernos tienen políticas activas con el objetivo de promover esta actividad en la Amazonía (1).
Estos 151 bloques (en Perú se les llama lotes) ocupan 52 millones de hectáreas (Has) en la Amazonía, correspondiéndole al Perú el 70% del total (ver cuadro). Le siguen Brasil y Ecuador, con el 13 y el 10% del total, respectivamente. Más atrás vienen Bolivia y Colombia, con el 6 y el 2%. Hay que señalar que la mayor parte de producción de gas de Bolivia deriva de Tarija, y la de petróleo, de Santa Cruz, departamentos que no forman parte de la Cuenca Amazónica. En Brasil, el 95% de la producción proviene del Atlántico.
Si analizamos la cantidad de Has actualmente en explotación, Ecuador ocupa el primer lugar con 5 millones, seguido por Perú con 1.7 millones (Lotes 8 y 1AB, operados por Pluspetrol y una empresa china). Más atrás vienen Brasil y Colombia, con cantidades menores. En Bolivia no hay bloques productores en la Cuenca Amazónica.
Pero la cosa cambia con la exploración. En el Perú hay nada menos que 35 millones de Has en esa actividad, incluyendo las otorgadas el año pasado (no se incluyen, lógicamente, los lotes a licitarse en los próximos meses). Sucede que en el Perú se licitan lotes enormes, de un (1) millón de Has cada uno (lo que ha sido criticado), mientras que en otros países, como Colombia y Brasil, cada bloque tienen una cantidad menor de Has, lo que permite concentrar los esfuerzos de exploración.
Después siguen Brasil, Bolivia y Colombia con cantidades menores. En Ecuador, no se han licitado bloques en los últimos años debido a motivos políticos, y hay un compás de espera para conocer lo que establece su nueva Constitución.
Este incremento exponencial trae serios problemas. En la Cuenca Amazónica existen alrededor de 21 Áreas Naturales Protegidas -que constituyen verdaderos paraísos naturales y tienen una gran biodiversidad- sobre las cuales se han superpuesto bloques petroleros. Un gran número de comunidades nativas también se ven afectadas por el uso de sus territorios, así como por la contaminación del agua.
Ecuador y Perú son los países en los que la superposición es mayor, con 18 casos, es decir el 86% del total de ANPs afectadas en toda la Cuenca. Situación similar ocurre en estos dos países con los territorios de las comunidades indígenas afectados por la actividad hidrocarburífera. Es importante, por ello, un nuevo enfoque en la legislación petrolera, lo que será materia de un próximo artículo.
Tienen entonces razón en protestar las comunidades nativas cuando, desde Lima, se añadió un atentado más contra la propiedad de sus tierras, con los DL 1015 y 1073. Desde esta columna nos alegramos con ellos por su derogatoria en el Congreso.
(1) La información de este artículo proviene del estudio de la WWF, “Estado y Tendencias de las Industrias Extractivas (Petróleo y Gas) en la Amazonía”, de próxima publicación.
Fuente:
http://www.servindi.org/archivo/2008/4589El petróleo de los campesinos.Alvaro Vargas Llosa
Washington, DC.
El reciente conflicto entre el gobierno peruano y miles de indígenas de la Amazonía por el intento del presidente Alan García de facilitar la venta de tierras de las comunidades nativas ha despertado poca adrenalina internacional. Pero el tema ofrece grandes lecciones para un continente en el que la tensión entre modernidad y tradición es de nunca acabar.
En mayo y junio de este año, el gobierno promulgó dos decretos legislativos que redujeron el grado de consentimiento necesario para que las comunidades nativas puedan enajenar sus tierras. La ley vigente exigía el voto de dos tercios de los miembros de la comunidad, mientras que los nuevos decretos sólo exigían el consentimiento de la mitad en asamblea abierta. Los decretos abarcaban a todo el país, pero generaron una monumental rebelión en la jungla amazónica, un área rica en hidrocarburos destinada a la exploración petrolera y gasífera, y en la que trescientos mil indígenas viven en una pobreza abyecta.
Ante la presión de organizaciones no gubernamentales y líderes de movimientos indígenas, el Congreso peruano finalmente derogó los decretos, pero el gobierno procura rescatar parte de su propuesta mediante alguna negociación.
Las autoridades sostienen que una modificación de las leyes proteccionistas conducirá a la modernización de las regiones más paupérrimas del país gracias a una masiva inversión privada. Los críticos dicen que los nativos serán fácilmente manipulados por grandes empresas, cuyos proyectos energéticos harán estragos en el medioambiente y en las comunidades selváticas.
La confrontación política ha desvirtuado el verdadero problema, que es el de la propiedad del subsuelo. Como en otras partes de América Latina, el Estado peruano es desde hace siglos el propietario del subsuelo. Eso implica que, a diferencia de lo que sucede por ejemplo en los Estados Unidos, si una persona, familia o comunidad detenta la propiedad de una parcela de tierra, no es dueña de lo que está debajo.
Este conflicto de intereses provoca desastres. Cada vez que un gobierno alienta el desarrollo económico invitando a las empresas mineras y energéticas, foráneas o locales, a invertir en un proyecto, los residentes del área en cuestión o sus alrededores, por lo general campesinos, se sienten amenazados. Como la única manera que tienen de protestar eficazmente es seguir a los políticos y grupos de presión que hablan en su nombre, los comuneros se aglutinan detrás de individuos interesados, más bien, en sus ideas socialistas acerca del desarrollo o en sus carreras.
La propiedad estatal del subsuelo se basa en leyes coloniales que, según Enrique Ghersi, académico peruano que propone terminar con la propiedad estatal del subsuelo, han sido groseramente malinterpretadas. Los principios universales de propiedad que se remontan al derecho romano reconocen que los individuos que poseen un título sobre un bien inmueble prolongan su dominio por debajo de la superficie.
En el conflicto peruano, hay, además, otro tema de principios. Las normas que exigen el voto de dos tercios para que una comunidad venda sus tierras son una imposición colectivista de raíces ancestrales muy dudosas. Se retrotraen a la época colonial, cuando bajo la presión de la Iglesia Católica la corona española procuró proteger a la población nativa de las exacciones privadas de los colonos ibéricos. Ese tratamiento legal fue empeorado en épocas contemporáneas con experimentos socialistas que obstaculizaron el desarrollo de los nativos peruanos.
Los dirigentes indígenas que invocan la “tradición” para mantener el voto de los dos tercios tiemblan, por supuesto, ante la idea de permitir a su propia gente escoger libremente. En esto, el Presidente acierta cuando quiere que los comuneros tengan más libertad de elección. Pero como el Estado es dueño del subsuelo, lo que debería ser una disputa entre campesinos ansiosos de ejercer sus derechos individuales y los dirigentes comunales que se interponen en su camino se ha vuelto una lucha por la “supervivencia” del pueblo indígena contra un gobierno que pretende que las grandes corporaciones petroleras usurpen su riqueza.
Si los campesinos poseyesen el subsuelo y sus recursos, imagínense ustedes la rebelión que tendría lugar en muchas comunidades de los Andes y de la Amazonía contra los dirigentes de organizaciones como la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana, que ha encabezado la reciente movilización contra las autoridades. ¿Cómo le dirían a un campesino sentado sobre miles de millones de dólares de gas o petróleo y ansioso por vendérselo o dárselo en concesión a un inversor privado, o por asociarse con él para explotarlo, que la “tradición” lo obliga a permanecer miserablemente pobre?
(c) 2008, The Washington Post Writers Group